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Liturgia

Comentario de J. A. Pagola al evangelio del domingo

NUEVO INICIO

Aterrados por la ejecución de Jesús, los discípulos se refugian en una casa conocida. De nuevo están reunidos, pero ya no está Jesús con ellos. En la comunidad hay un vacío que nadie puede llenar. Les falta Jesús. No pueden escuchar sus palabras llenas de fuego. No pueden verlo bendiciendo con ternura a los desgraciados. ¿A quién seguirán ahora?

Está anocheciendo en Jerusalén y también en su corazón. Nadie los puede consolar de su tristeza. Poco a poco, el miedo se va apoderando de todos, pero no tienen a Jesús para que fortalezca su ánimo. Lo único que les da cierta seguridad es «cerrar las puertas». Ya nadie piensa en salir por los caminos a anunciar el reino de Dios y curar la vida. Sin Jesús, ¿cómo van a contagiar su Buena Noticia?

El evangelista Juan describe de manera insuperable la transformación que se produce en los discípulos cuando Jesús, lleno de vida, se hace presente en medio de ellos. El Resucitado está de nuevo en el centro de su comunidad. Así ha de ser para siempre. Con él todo es posible: liberarnos del miedo, abrir las puertas y poner en marcha la evangelización.

Según el relato, lo primero que infunde Jesús a su comunidad es su paz. Ningún reproche por haberlo abandonado, ninguna queja ni reprobación. Solo paz y alegría. Los discípulos sienten su aliento creador. Todo comienza de nuevo. Impulsados por su Espíritu, seguirán colaborando a lo largo de los siglos en el mismo proyecto salvador que el Padre ha encomendado a Jesús.

Lo que necesita hoy la Iglesia no es solo reformas religiosas y llamadas a la comunión. Necesitamos experimentar en nuestras comunidades un «nuevo inicio» a partir de la presencia viva de Jesús en medio de nosotros. Solo él ha de ocupar el centro de la Iglesia. Solo él puede impulsar la comunión. Solo él puede renovar nuestros corazones.

No bastan nuestros esfuerzos y trabajos. Es Jesús quien puede desencadenar el cambio de horizonte, la liberación del miedo y los recelos, el clima nuevo de paz y serenidad que tanto necesitamos para abrir las puertas y ser capaces de compartir el evangelio con los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Pero hemos de aprender a acoger con fe su presencia en medio de nosotros. Cuando Jesús vuelve a presentarse a los ocho días, el narrador nos dice que todavía las puertas siguen cerradas. No es solo Tomás quien ha de aprender a creer con confianza en el Resucitado. También los demás discípulos han de ir superando poco a poco las dudas y miedos que todavía les hacen vivir con las puertas cerradas a la evangelización.

2º DOMINGO DE PASCUA

RECORRIDO HACIA LA FE

Estando ausente Tomás, los discípulos de Jesús han tenido una experiencia inaudita. En cuanto lo ven llegar, se lo comunican llenos de alegría: «Hemos visto al Señor». Tomás los escucha con escepticismo. ¿Por qué les va creer algo tan absurdo? ¿Cómo pueden decir que han visto a Jesús lleno de vida, si ha muerto crucificado? En todo caso, será otro.

Los discípulos le dicen que les ha mostrado las heridas de sus manos y su costado. Tomás no puede aceptar el testimonio de nadie. Necesita comprobarlo personalmente: «Si no veo en sus manos la señal de sus clavos… y no meto la mano en su costado, no lo creo». Solo creerá en su propia experiencia.

Este discípulo que se resiste a creer de manera ingenua, nos va a enseñar el recorrido que hemos de hacer para llegar a la fe en Cristo resucitado los que ni siquiera hemos visto el rostro de Jesús, ni hemos escuchado sus palabras, ni hemos sentido sus abrazos.

A los ocho días, se presenta de nuevo Jesús a sus discípulos. Inmediatamente, se dirige a Tomás. No critica su planteamiento. Sus dudas no tienen nada de ilegítimo o escandaloso. Su resistencia a creer revela su honestidad. Jesús le entiende y viene a su encuentro mostrándole sus heridas.

Jesús se ofrece a satisfacer sus exigencias: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos. Trae tu mano, aquí tienes mi costado». Esas heridas, antes que «pruebas» para verificar algo, ¿no son «signos» de su amor entregado hasta la muerte? Por eso, Jesús le invita a profundizar más allá de sus dudas: «No seas incrédulo, sino creyente».

Tomás renuncia a verificar nada. Ya no siente necesidad de pruebas. Solo experimenta la presencia del Maestro que lo ama, lo atrae y le invita a confiar. Tomás, el discípulo que ha hecho un recorrido más largo y laborioso que nadie hasta encontrarse con Jesús, llega más lejos que nadie en la hondura de su fe: «Señor mío y Dios mío». Nadie ha confesado así a Jesús.

No hemos de asustarnos al sentir que brotan en nosotros dudas e interrogantes. Las dudas, vividas de manera sana, nos salvan de una fe superficial que se contenta con repetir fórmulas, sin crecer en confianza y amor. Las dudas nos estimulan a ir hasta el final en nuestra confianza en el Misterio de Dios encarnado en Jesús.

La fe cristiana crece en nosotros cuando nos sentimos amados y atraídos por ese Dios cuyo Rostro podemos vislumbrar en el relato que los evangelios nos hacen de Jesús. Entonces, su llamada a confiar tiene en nosotros más fuerza que nuestras propias dudas. «Dichosos los que crean sin haber visto».

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